Peña Gómez: hombre bueno, generoso y luchador
Por Jose del Castillo
Le divisé en el Parque Colón un día de julio de 1961, en la primavera libertaria del pueblo dominicano. Delgado, de cuello largo y fuerte, como si estuviese hecho de una sola pieza, como si fuese una bala de ébano parlante, de limpia dentadura y locuacidad encendida. Su imagen, sin saber quién era ni de dónde venía, se me quedó grabada en la retina, embravecida en la tribuna de los oradores que predicaban la esperanza. Traída desde el exilio como antorcha por la avanzada de los tres.
Supe luego su nombre. Estuvo ajetreando en el experimento democrático encabezado por Juan Bosch, desde las ondas radiales de Tribuna Democrática, tratando de evitar lo inevitable: que abortara el proceso de reformas por una confabulación de adversas circunstancias.
Yo era entonces un mozalbete socialdemócrata, dirigente del grupo estudiantil FURR, predecesor del FUSD. Participaba en el movimiento juvenil internacional como representante del país ante la World Assembly of Youth (WAY), surgida en Londres al fraccionarse la Federación Mundial de la Juventud Democrática (FMJD), que operaba desde Praga. En esa época me relacioné con la Internacional Juvenil Socialista (IUSY), con sede en Viena, organizando el primer viaje al país de Miguel Ángel Martínez, joven socialista español secretario adjunto para América Latina.
De esos años surgió una amistad con dos actores del proceso de transición: un rumano rodeado de historias e historietas, pieza propiciatoria de la democratización del sistema político, Sacha Volman, y su asistente en el Centro de Investigación y Documentación Económica y Social (CIDES) que operó bajo el gobierno de Bosch, el joven cubano Roberto Fernández. Junto a Pedro Julio Santiago (Perucho), difundíamos las revistas Panoramas y Combate, los Manuales de Educación Cívica y los 5 tomitos de las obras de Haya de la Torre.
Pero el primer contacto personal con quien motiva estas notas de nostalgia fue en 1964, durante el Triunvirato. Bajo los amables almendros de la Güibia entrañable de mi infancia, a donde Fefita solía llevarme de tarde en tarde a aspirar la brisa yodada del mar. A la sombra de la noche, a oscuras, sentados en bancos de playa, acudimos a una reunión conspirativa a instancias de Carlos Gómez Doorly y Mario García Alvarado.
PEÑA GOMEZ.
El verbo estaba allí, cauteloso. Dejó que todos los presentes habláramos, nos presentáramos y luego lo hizo él. La idea era formar un amplio frente constitucionalista que propugnara por el retorno del derrocado presidente en el exilio. Para mi sorpresa, pese a la informalidad del convite, su voz tenía el timbre del locutor, como si estuviese frente al micrófono, con dicción perfecta, aunque con una sonoridad atemperada por las circunstancias. Me impresionó su sencillez. Él ya era un dirigente reconocido y nosotros unos muchachos politizados, idealistas todos. El encuentro fue bueno y convincente. Desde entonces se me prendó del alma.
Luego vendría abril y la revolución. El preciso 24 de abril de 1965, los Silié (Rubén y Fernandito) y yo nos dirigíamos en la Rambler de la familia a Radio Comercial a buscar a Nelson Sánchez, quien era una de las voces del programa del PRD. Como de costumbre, Nelson debía tomar el volante, tal como lo hacía en la semana para dejarnos en la Escuela de Sociología de la UASD. Pero en la ruta nos percatamos de que Tribuna Democrática transmitía una proclama llamando a un levantamiento contra el Triunvirato. Ese día, al llegar a la estación el trasbordo fue espectacular e incluyó a un inesperado pasajero, Peña Gómez, justo a un tris de ser capturado por la policía. El verbo estaba allí convocando a las masas a salir a las calles.
Fue el inicio de una prolongada y accidentada jornada, durante la cual convivimos en unas cuantas cuadras libertarias de la vetusta ciudad, la que, al decir poético de Abelardo Vicioso, había “sido armada para ganar la gloria” y convertirse en “digna fortaleza del alba”.
Durante los meses tormentosos del 65, el verbo sostuvo la esperanza cuando parecía que todo había fracasado. Alentó a los más débiles a no desfallecer. Moderó a los radicales, medió entre posiciones antagónicas. Levantó puentes de inteligencia, limó la aspereza del militar constitucionalista y la agresividad retórica del civil revolucionario. Explicó las razones de las negociaciones. Buscó salidas. Obró con dignidad y sentido práctico.
Los caminos se bifurcaron. En 1966 partí hacia Chile. El quedó en el país, con el tremendo peso de encabezar la oposición en ambiente enrarecido por la violencia, mediar ante el líder -a la sazón en el exilio europeo- a propósito de tesis sobre dictadura y elecciones, coordinar con otros grupos del más distinto signo. Luego sería él mismo quien partiría a inicios de los 70 hacia Europa, a reforzar nexos y sapiencia. Estuve cuando retornó en el 73: un acto multitudinario organizado con cariño por el líder y por el pueblo que ya lo identificaba como su representante.
Antes había librado la batalla contra la Banda en los Estados Unidos, denunciando sus desmanes y procurando la solidaridad de los liberales de Washington. Supimos de su tesis doctoral sobre historia constitucional dominicana, presentada en la Universidad de París, resumida didácticamente en una serie de charlas radiales.
En esa década compartimos la mesa en los actos de solidaridad con Chile, tras el derrocamiento de Allende. Los años difíciles del Bloque de la Dignidad Nacional, la división del PRD y la formación del Acuerdo de Santiago, en reuniones en casa de Leonte Bernard Vásquez. Hatuey Decamps –mi amigo desde finales de los 60 en Chile y compañero en los actos de toma de posesión de Allende en 1970–, con quien estuve en París en 1973, regresó sorpresivamente ese mismo año, sacrificando estudios de postgrado para estar a su lado en las tareas partidarias.
PEÑA GOMEZ.
Su estrategia de enfrentar a Balaguer en el terreno electoral dio finalmente frutos, al triunfar Antonio Guzmán en 1978. Las relaciones partido-gobierno no fueron fáciles. Luego vendría su rol arbitral en el PRD y la organización de las primarias que le dieron a Jorge Blanco la candidatura, exitosa en 1982 gracias en parte a la suma aportada por su figuración en la boleta del Distrito Nacional como candidato a síndico.
También le correspondería apurar el trago amargo del Pacto de la Unión, sacrificado en sus aspiraciones en 1986, y vivir el abortado proceso del Concorde en el 90, los frustratorios comicios del 94 y la experiencia adversa del 96.
Dos personas me relacionaron de manera especial con esta figura extraordinaria. Una dama brillante, amiga cabal, de trato exquisito, heredera de las virtudes políticas y de la laboriosidad de sus ancestros. Prácticamente su hermana. En este hogar, siempre abierto a la amistad, compartí momentos entrañables con él y supe aquilatar mejor su gran bondad personal, rayana a veces en la ingenuidad. Allí hablábamos con franqueza sobre sus fortalezas y puntos débiles, y la manera de encararlos, en una sociedad que le mostraba crudamente sus prejuicios.
El otro vínculo fue un recio intelectual puertorriqueño, Manuel Maldonado Denis, cuya sola presencia en el país generaba un motivo válido para juntarnos. Cada visita de Manolo a Santo Domingo exigía un encuentro con él, ya en la residencia que compartía con su esposa Peggy, ya en desayunos con mangú y otras exquisiteces, organizados en el apartamento de Milagros Ortiz Bosch, en la grata compañía de Hugo Tolentino Dipp.
En ocasión de la muerte de Maldonado Denis, ocurrida en Madrid y cuyo funeral se efectuó con gran solemnidad en San Juan, los cuatro amigos de Manolo abordamos un avión que nos condujo a Puerto Rico. Ya en el camposanto, sin tener que hacerlo, nos pidió autorización para hablar en representación de la delegación. Justo él, quien poseía el don sagrado de la palabra, fue nuestro orador.
En octubre de 1997, en el Sloan-Kettering Center de New York, tuve con él un encuentro conmovedor, en presencia de Guillermo Linares, Enzo Mastrolilli, Héctor Aristy, Viriato Sención, Diógenes Céspedes y Rafael Lantigua. Al salir del consultorio del cancerólogo que lo atendía, desahuciado por la ciencia médica, con la mirada plomiza en el piso, ataviado de un pesado abrigo que le hacía lucir aún más demacrado, avanzó sobre mí, dándome un espontáneo y cálido abrazo
Con sus ojos cargados de afecto me dijo: ‘José, cuánto te agradezco que estés aquí, te aprecio mucho’. Le respondí que yo también le quería. Tomando mi corbata en sus manos, me señaló: ‘Qué hermosa corbata tienes’. Le indiqué que si la quería era suya, a lo que ripostó con su nobleza de siempre: ‘No, hermano mío, a ti te luce mejor’. Se me anudó la garganta y aguaron los ojos.
Semanas atrás estuve en el Cristo Redentor y pasé por su tumba. Pensé entonces en tantas cosas amables de este hombre bueno, generoso y luchador. En sus sueños más caros, en su imaginación casi mágica cuando se enseñoreaba en la tribuna pública y dejaba discurrir en libertad su pensamiento. Reflexioné sobre su hidalguía pese al dicterio que lo había victimizado.
Y me vino a la mente una conversación telefónica sostenida con él, desde su convalecencia en Miami, en la cual me reprochaba haber rehusado encabezar la Misión dominicana en la ONU: ‘Amigo mío, José querido, usted ha cometido un error imperdonable al desaprovechar la oportunidad de observar la política mundial desde un mirador único y privilegiado. Eso yo no se lo puedo perdonar.’
Así era de noble José Francisco Peña Gómez. Como le retratara su hermano ecuatoriano Rodrigo Borja: “Fue el gran ejemplo para todos los que quieren ser políticos sin dejar de ser caballeros y hacer política sin quebrantar las normas de la moral”.