Loa a la tierra
Por José Mármol
La primera vez que acudí al Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York, en procura de ayuda para combatir un cáncer de tiroides, me sorprendió y agradó sobremanera descubrir que en la pantalla de cada ordenador de los despachos médicos y de los fríos espacios para estudios de imágenes y laboratorios se destacaban impresiones fotográficas de jardines y paisajes de distintos lugares del mundo.
Durante cinco años viajé imaginariamente por esos jardines, bosques, senderos, riberas, costas, montañas, flores, rocas, arbustos y farallones que fueron retratados libremente por el personal sanitario en su tiempo de ocio y que de manera devota y con un propósito muy claro colocaban en el descanso visual de los artefactos tecnológicos del recinto hospitalario, al ritmo de un movimiento lento.
Asumo que siguen haciéndolo, para dicha de los pacientes.
Si bien se trataba de una naturaleza mediatizada por la frialdad de la pantalla y lo inerte del espacio digital, que impone un muro entre el individuo y la naturaleza real, no es menos cierto que, mientras esperaba al personal sanitario, esas imágenes fotográficas se convertían en el único vínculo o puente que mantenía mi mente enlazada al protector y esperanzador contacto con la madre tierra.
Representaban la posibilidad de lo distinto, la vida por encima de la muerte, la salud posible más allá de la enfermedad palpable, la luz de la libertad por sobre la tenebrosa sombra que alimentan el miedo y la incertidumbre.
Allí, la hermosura de la tierra no se reducía al tamaño de una pantalla, sino que el cristal líquido invitaba a su propia liberación, su diversidad, su fundamento.
“Loa a la tierra. Un viaje al jardín” (Herder, 2019) es el título de un singular, profundo y a la vez enternecedor ensayo del filósofo de la cultura Byung-Chul Han, a través del cual, además de retratarse a sí mismo interiormente, relata su experiencia de tres años de inmersión en su jardín, durante las cuatro estaciones de los particulares clima y suelo berlineses, y las sensaciones y reflexiones que esa demora en el silencio, ese gesto de veneración de la tierra produjeron en su oficio de pensador y en su estilo de vida. Se atreve a afirmar, luego de una desnuda confesión como creyente, que no existe la evolución biológica. “Todo se debe a una revolución divina.
Yo he tenido esta experiencia. La biología es, en último término, una teología, una enseñanza sobre Dios”.
Esa revolución divina, que se basa en la sensibilidad por el asombro, está hoy amenazada por el afán de lucro, rendimiento y plusvalía, y por la explotación brutal de la naturaleza en todas sus manifestaciones, despojándola de dignidad, poesía, magia y misterio.
La tierra no puede ser concebida únicamente como fuente de recursos explotables. No es solo un recurso. La civilización actual, la ciudadanía global debe luchar por la creación de una conciencia planetaria.
El papa Francisco abogó por ello. Si regresamos a la valoración auténtica y esencial de la tierra estaremos a un paso de alcanzar la dicha humana. “Me parece -escribe Han- que la tierra es una fuente de dicha”. Es decir, un surtidor de amor.
Conocí la fuerza, la vitalidad de ese amor por las manos cultivadoras y criadoras de mi padre. Las plantas, sobre todo alimenticias, frutales y los animales domésticos eran esenciales a su mundo.
No puede haber una humanidad triunfante en una tierra consumida, sobrepoblada y derrotada.
Cada flor y cada pájaro son señales de esperanza. Alabar con esmero la fertilidad de la tierra es la más elevada expresión de fe y de ganas de ser. Después de todo, humano viene de humus, que significa tierra.