Por Rafael Chaljub Mejìa

Aunque tenga que coger el pasaje fiao, estoy pensando viajar directamente a Washington, buscar una orden de desalojo contra el nombrado Donald Trump, inquilino mañoso que debe entregar en enero próximo el inmueble que ocupa y que se niega a salir del mismo en desafío a la Constitución y las leyes de su país.

El caballero Trump perdió las elecciones aún en el sistema electoral norteamericano, sistema indigno de un país que dice ser el campeón de la democracia y el mundo libre, en el cual no son los votantes directos los que eligen.

En ese sistema antidemocrático se impuso el señor Trump hace cuatro años, aunque quedó por debajo con tres millones de votos de Hilary Clinton. Y ahora se niega a reconocer su derrota.

Desde temprano comenzó a gritar que le harían fraude y desde que empezó el conteo rechaza inclinarse ante la realidad y dice que el ganador es él; que nadie lo saca de la Casa Blanca y que todo lo que se ha dicho, incluyendo los votos contados por los tribunales correspondientes, no es otra cosa que una trampa monumental que no está en disposición de obedecer.

Hace denuncias sin presentar pruebas de ningún tipo, sus recursos han sido desestimados donde quiera y, en la decisiva pelea legal que se libra en Pensilvania, lo menos que le han sacado en cara, además de la carencia de pruebas, ha sido que los expedientes presentados por sus abogados están viciados de errores de procedimiento y hasta de faltas ortográficas.

Pero él dice que no, que el ganador es él y que de la oficina presidencial no lo saca nadie. Pues ya veremos.

Leí en estos días que en Estados Unidos hubo una vez un caso similar en el cual un presidente derrotado dijo que no entregaba y la solución fue declinar todos los poderes en el que resultó electo, quitarle todo al perdedor rebelde, desde el avión número uno hasta la limosina presidencial, dejarlo a pie por aire, mar y tierra y anularlo totalmente como autoridad.

Si Trump sigue obstinado ese podría ser parte del tratamiento. Si aun así, sigue diciendo que no se va, entonces, déjenmelo a mí, porque emprenderé mi viaje a Washington, buscaré la orden de desalojo y los respectivos guachimanes, para sacar a este funesto personaje del capitolio y al grito de ¡eh pa fuera que va!, lanzarlo al zafacón de los desperdicios de la historia.