Por Roberto Marcallé Abreu

Estos son tiempos amargos y difíciles. Cuando uno cierra los ojos tropieza con la imagen bíblica de una nube oscura, gris y morada, que recorre las calles matando los hijos mayores de las familias.

Predomina un ámbito de desolación y sufrimiento a lo que nada escapa. Muchos mueren, muchos sufren. No hay cómo liberarse de esta amenaza cuyo rostro asesino asoma por todas partes.

Vivimos tiempos de desolación y amarga tristeza. Ahí están los nombres y los recuerdos, las canciones y las palabras. Es preciso preguntar dónde ha marchado el amor, la piedad, la humanidad, de los foráneos y los locales responsables de esta tragedia. ¿Podríamos colocarnos una venda muy oscura en el rostro? No importa: Esta desdicha siempre nos supera.

El sufrimiento nos abraza como la fría brisa de la mañana. Son tantos los muertos y los enfermos. Pienso en aquel señor que aguardaba a su hijo procedente de Europa. Era enero. Ya se comentaba sobre la abrumadora presencia en ese continente de la peste asesina. Este señor no pensaba, como algunos, que algo tan distante nos tocaría.

Por eso la confesión que hizo después a la prensa: Se preparó para aguardar varias horas en la terminal aeroportuaria. “Como venía de una zona donde el virus ya estaba matando a miles, me dije que antes de entrar al país las autoridades someterían al muchacho a pruebas minuciosas. A los pocos minutos de llegar ya estaba a mi lado. Me sentí pasmado y sorprendido”.

“¿No te examinaron? Le pregunté, como era lo previsible. “No, papá”, me respondió. “Chequearon los papeles y me dijeron que podía irme”. ¿Cuántos miles de dominicanos y extranjeros penetraron al país en momentos tan críticos, todos provenientes de lugares donde la pandemia ya estaba matando y enfermando?” se preguntó.

Los resultados de esa desidia están frente a nosotros. Hay un rosario de culpas, ciertamente. Y uno piensa en la maldad, una estudiada y elaborada maldad. Una incalificable deshumanización.

Cierto, con las grandes tareas actuales y pendientes en un país devastado quizás parezca absurdo dedicar tiempo a este ejercicio. La verdad es que esos cientos de muertos y miles de inocentes infectados agobian nuestra conciencia. Son muchos los enfermos que van a morir.

El coronavirus ha postrado el país. La situación es tan agobiante que resulta imposible colocarse una venda sobre los ojos. Es absurdo creer que la presencia y la propagación del virus ocurrieron porque era una fatalidad.

No, no lo es. Bien se puede deducir e imaginar maldad y desidia. Este proceder inconcebible es imposible de pasar por alto. Quien lo piensa con frialdad obtendrá un retrato pormenorizado de una conducta y una actitud capaces de llegar a cualquier extremo siempre que convenga a sus oscuros intereses.

Estos niveles de deshumanización los conocen los pacientes que requieren medicamentos de alto costo y ayudas médicas que han sido arrojados al olvido. Pregunte a quienes sufren de artritis reumatoide, a los que requieren tratamiento con médula ósea, a los afectados por mieloma múltiple. Pregunte dónde están los millones y millones de pesos y dólares que se manejaron supuestamente para enfrentar la enfermedad.

La pandemia redujo en un 60 por ciento la llegada de turistas al país, de acuerdo con el Banco Central. Según la CEPAL, el 24.7 por ciento de los dominicanos será afectada y dos millones 580 mil personas sufrirán los efectos de una pobreza infamante. Se incrementará la pobreza extrema, se contraerá en un 5.3 el Producto Bruto Interno (PBI), crecerá el hambre, la miseria, la desprotección a los más vulnerables… y la violencia social.

¿Por qué en nuestra proximidad geográfica, (Haiti; Puerto Rico, Cuba, Venezuela) los datos de República Dominicana sobre la pandemia son los más elevados? Es preciso mantener los ojos abiertos. Es inocente creer que quienes elaboran escenarios de la peor naturaleza están dormidos. No es así. De ninguna manera.