David Ortiz inició tarde su carrera a Cooperstown
El próximo domingo David Américo Ortiz Arias ingresará, a los 46 años, al lugar más sagrado, codiciado y de prestigio para todo el que alguna vez jugó béisbol y soñó con ser profesional. El Salón de la Fama del Béisbol en Cooperstown, ese pequeño pueblo donde por primera vez se jugó ese deporte hace casi dos siglos.
Ortiz llega en su primera oportunidad en la boleta tras una carrera donde colocó los mejores números de la historia para un jugador que disputó la mayoría de sus partidos como bateador designado.
Pero hace casi dos décadas, en diciembre de 2002, la carrera del Big Papi pendía de un hilo y pudo terminar tan testimonial como la de la mayoría de hombres que pasan por el Big Show. Entonces vino la mejor parte, la que todos retienen en la retina.
Diez años antes, David fue firmado previo cumplir los 17 años. Era noviembre de 1992 cuando el escucha Ramón “Pincacora” de los Santos autorizó la firma del espigado bateador zurdo con los Marineros de Seattle por apenas US$3,500 en un año donde el bono internacional más alto correspondió a José Pett (US$675,000 por los Blue Jays), un derecho brasileño que naufragó en AAA (2000).
La versión de los Marineros era conocido David Arias y fue cambiado a los Mellizos en 1996 por Dave Hollins, un antesalista/inicialista que fue a un Juego de Estrellas en 12 temporadas.
Una vez como Twins, ya como David Ortiz, explotó y se estrenó en el Big Show cuando se ampliaron los rosters en septiembre de 1997, con 21 años. Allí estuvo hasta 2002, en una estancia marcada tanto por el uso que le dio el dirigente Tom Kelly como por los problemas de salud en una muñeca y una rodilla, que solo les permitieron jugar al menos 125 partidos en dos de las cinco campañas en Minnesota.
Cuando Ortiz fue dejado libre por los Gemelos tenía 27 años de edad y su hoja de béisbol decía que había disputado 455 partidos con una línea ofensiva de .266/.348/.461 y unas métricas que decían pegaría 10 jonrones y remolcaría 40 vueltas por cada 162 encuentros.
Entonces llegó la recomendación de Pedro Martínez, que conocía del potencial del toletero en la Lidom, al recién nombrado gerente general de los Red Sox, Theo Epstein, una gestión que Ortiz le agradece hasta nuestros días. Representó ese pequeño empujón que necesita un carro mecánico con la batería muerta, que una vez calienta puede superar los cientos de kilómetros de velocidad.
Ortiz llegó a Boston en enero de 2003 con un pacto de un año y US$1,2 millones. Ese año se estrenó con una campaña de 31 cuadrangulares, 101 remolques y una línea de .288/.369/.592. Fue quinto en las votaciones al Jugador Más Valioso, ese premio que siempre se le escapó por su escaso tiempo en el lado defensivo. Boston perdió en la Serie de Campeonato ante los Yanquis en un séptimo partido, una alerta de lo que venía.
El año de la graduación fue 2004, es donde recibe el bautizo como Big Papi. Fue cuando asistió al primero de sus 10 All Star y primero de seis Bates de Plata, un curso donde despachó 41 vuelacercas, remolcó 139 vueltas y cerró con una astronómica línea de .301/.380/.603.
Como si todo esto fuera poco, en octubre no terminó la fiesta. Ortiz fue clave en esa épica remontada de 0-3 en la Serie de Campeonato ante los Mulos del Bronx, con tres vuelacercas y 11 producidas, un tramo de siete partidos donde bateó de 35-12 con .387/.457/.742.
Ya en la Serie Mundial, donde Boston barrió al San Luis de Albert Pujols y Scott Rolen, Ortiz prolongó su azote y fue reconocido como el MVP del clásico donde en Fenway Park se terminó con la “maldición del Bambino”, esos 86 años que transcurrieron desde la última vez que el equipo se había coronado campeón.
En una tropa con figuras como Pedro Martínez, Curt Schilling, Manny Ramírez nadie brilló más que Ortiz.