Sobre perdonar
Por José Mármol
Existe la creencia de que perdonar es un acto que permite el cierre de un capítulo vital, la liquidación de un asunto pendiente con el otro o, quizás, la liberación de una carga emocional o espiritual que pesaba sobre la conciencia y que, hecho el compromiso de sanación moral, entonces sellará la memoria y el pasado.
Pero no. El perdón auténtico no se queda enclavado en el pasado. Su significado mayor implica asumir un compromiso asimétrico con el otro desde una perspectiva de futuro. El perdón no atiene al pasado.
El perdón abre un horizonte de futuro, para el crecimiento y compromiso éticos de quien perdona, perdonante, y de quien recibe el perdón, perdonado, como nueva oportunidad de construcción de una mejor relación en el mañana.
Perdonar es como amar, una decisión. La responsabilidad mayor, en el acto del perdón, es del perdonante.
Porque se siente en la libertad y el deber de perdonar, independientemente de lo que el perdonado decida hacer, aceptar o no la vindicación de quien perdona, porque con ello recupera el perdonante la soberanía sobre sí mismo y cumple con un imperativo ético de profundo valor existencial.
Más allá de ver el fenómeno como una cuestión maniquea o de oposición entre perdonante y perdonado, lo importante es comprender que el perdonante otorga al perdonado el derecho de hacerlo responsable de su propia libertad y de su porvenir.
Esta acepción conlleva un nuevo significado en la relación perdonante y perdonado, porque el primero jamás delega su responsabilidad y de esta nace su propia libertad ética.
En esta articulación estriba la asimetría en el compromiso moral de perdonar como un acto de futuro frente al otro.
Al igual que en Levinas (2014) respecto de la responsabilidad, perdonar implica un “despertar por y para el otro”. Y es que el perdonante, si asume su libertad responsable, va a sentir una “irreductible inquietud por el otro”.
Esta inquietud no exige, y debe quedar claro, reciprocidad del otro hacia mí; es decir, reciprocidad del perdonado hacia el perdonante. Se trata, pues, de una relación intersubjetiva asimétrica.
Perdono porque con ese acto abro hendijas hacia un porvenir más libre, más ético, más solidario.
Es más, me libero de la rémora del perdonado y dejo en él la responsabilidad de ser o no recíproco. Es su problema; un imperativo suyo.
Yo, perdonante, me preocupo por el otro, perdonado, sin que me importe que ese otro se preocupe por mí, aunque ello implique el riesgo de mi propia existencia. Mi inquietud liberadora por el otro, aun fuese yo la víctima, me induce a romper con el yugo del enojo, la ira, el odio, la venganza o la asechanza.
Soy el único responsable del acto de perdonar, sin medir la dimensión de la causa precedente.
Cuando me asumo como perdonante, brindo al perdonado la posibilidad existencial y moral de que me reafirme en mi propia responsabilidad liberadora, creativa, dadora de un nuevo sentido a mi propia existencia.
Si como perdonado es consciente de ello y lo valora, entonces la victoria del perdón es total.
De lo contrario, que asuma las consecuencias de su propio accionar. Aun así, como perdonante, estaré siempre presto a ofrecerle una nueva oportunidad, aunque llegue a doler. Esto así, porque mi responsabilidad ética antecede a la desembocadura del perdón.
Este acto fundante de perdonar tiene valor simbólico y real en los diferentes ámbitos de la sociabilidad. Vale en los afectos, en el amor, en la política, en la guerra, en las relaciones laborales, en la contienda deportiva, en la relación filial, en los duelos intelectuales, en la relación amo y esclavo, en fin. Perdonar es caminar.